I
Érase una vez un castillo
de altos muros,
poderosas almenas,
rodeado por un profundo pozo
repleto de bestias inmundas
movidas por el miedo y el odio.
Era éste, un castillo especial:
sus poderosos muros y
sus altas almenas
estaban influidos por
oscuro hechizo de
magia gitana. Le dotaba
esta maldición, ó, bendición,
según se vea;
de la capacidad de cambiar
su forma, su apariencia,
en función de los caminantes
que por aquellas tierras pasaban,
que delante de sus dimensiones
osaban parar su paso, posar sus pies
ante inmensa estructura.
Era del hechizo responsabilidad
discriminar las intenciones,
los fines y las motivaciones
de estos valientes peregrinos.
Pues bien, así, podíase transformar,
el castillo, en tremendo arsenal,
advirtiendo a cualquiera, al pasar,
de su función de asesinar.
Así, podía presentar
telarañas en los muros,
cadáveres en la fosa
y derruido su almenar.
También, podía aparentar
recién diseñada arquitectura,
asombrando, deleitando,
a todo aquel que
ponía sus ojos a mirar.
Pero, como en todo maravilloso cuento,
como excepción inherente a todo hechizo,
había unos pocos cientos
en todo el mundo rojizo
a los que la magia
no podía escrutar.
Se hacía, entonces, de manera similar,
un hueco entre las rocas,
tras
un puente sobre las aguas,
eso sí,
muy difíciles de hallar.
Entre estos cientos, de alma singular,
alguno seguía su camino, sin más,
y algún otro,
con suerte o por desgracia,
posaba su mirada
sobre tan curiosa hendidura,
poniendo los pies en marcha,
adentrándose en la negrura
II
Érase una vez un palacio
de una belleza sin igual
en toda tierra conocida,
en todo mundo terrenal.
Era éste, un palacio singular:
encontrábase escondido,
de mirones bien guarecido
por una estructura
un tanto especial.
Era puro, era brillante y hermoso.
Era sobrio, era sencillo y humilde.
Tenía, en su interior,
de conexión sirviendo
cientos de pasillos
largos -casi interminables-,
cortos -dos pasos y ya-,
oscuros y temibles unos,
otros amables y luminosos .
Miles eran las habitaciones,
de todos los tamaños,
de mil y un colores,
ofreciendo distintas visiones
del interior del palacio, tanto
como de cuidados jardines exteriores.
Este palacio,
como toda leyenda,
un pero escondía
-permitida la expresión-
en forma de jodienda:
Poseía uno de los cuartos,
en el más recóndito rincón,
del que ni Dios sabía
motivo ni razón,
ni tampoco, incluso,
que existía.
Un tortuoso baúl,
un minúsculo arcón
que, automáticamente y
de vez en cuando,
se abría.
Oscura maldición
hacía aparición, y
de instantánea manera
apoderábase de la grandeza
de este nuestro singular palacio;
contaminando a su paso,
al extenderse
por los cientos de pasillos
por las miles de habitaciones,
de una eminente tristeza,
de una pesada incerteza,
que despojaba, al edificio,
de su inigualable belleza,
de su, única, pureza,
amenazando con la destrucción,
debilitando los cimientos,
encogiendo al corazón.
III
Érase un a vez un templo
de ninguna religión profesante,
de ningún peregrino refugio.
Sin curas, sin sacerdotes.
Sin monjas, sin monjes
ni, tampoco, un dios
que impusiera
lo que se le antoje.
Un templo sin moral,
sin culto a nada
ni, tampoco, a un
sagrado libro adepto.
Un templo sin paredes ni ventanas,
un templo sin techos ni cimientos.
Era, el templo.
Simplemente era.
Alma de portentoso edificio,
por frío y desconocido eclipse,
algunas veces, sin previo indicio,
perdida y olvidada.
Templo de la nada,
de todo se ocupaba.
Templo del todo,
absolutamente nada
era lo que aclaraba.
Esta historia tiene una causa, un comienzo, una forma, un destino y una (o varias) taras en una inmortal y, quizás, atemporal y universal criatura. Proviene de un hada, que Amor se llama, y que lleva, de Madre, como apellido.
